sábado, 25 de diciembre de 2010

Capítulo 16


-          ¿Por qué habéis hablado de mi? –dijo Amelia, intentando demostrar que no le había afectado el comentario de Alexander.
-          Quería saber por qué te llamó de esa manera el sábado. Ahora ya sabes realmente que piensa de ti, así que procura meterte entre nosotros. Porque también me dijo que aquel viernes lo miraste muy fijamente y el sábado noté tu mirada de deseo por él cuando él te sujetó entre sus brazos. Es mío ¿está claro? –decía mientras cada vez se acercaba a ella, aterrorizando a Amelia con esa mirada de furia.
-          Déjame –decía mientras la empujaba hacía la puerta, echándola de su habitación. 

Afortunadamente, Amelia tenía más fuerza y los intentos de Eva por resistirse, se fueron al garete.

-          ¡Estás advertida! –gritó Eva, a la otra parte de la puerta.

Todas las lágrimas contenidas, salieron a brote cuando ya no había testigos por ver la tristeza de Amelia.
¿Realmente opinaba eso de Amelia? ¿Por qué le importaba tanto la impresión que tenía de ella? Ahora más que nunca, tenía que encontrarle para que supiera la verdad y verdaderamente preguntarle si era cierto lo que le había dicho Eva. Sabía que el porcentaje de las palabras verdaderas que afloraban por la boca de Eva eran prácticamente de un quince por ciento. Pero igualmente le afectaron de una manera muy profunda.
Se quitó el uniforme y lo cambió por unos vaqueros, una camiseta negra lisa y una chaqueta gris con una gran capucha que podía perfectamente ocultar su rostro. Cogió su Ipod y abrió la puerta de su habitación para largase de allí, no aguantaba ni un minuto más encerrada en esas cuatro paredes con el ser que más odiaba en su vida. Por suerte, su madre no estaba, así que nadie iba a impedir su salida indefinida.
Se dirigía a un lugar donde las calles no fuesen transitadas por demasiada gente, necesitaba tranquilidad y soledad. Salió del portal de su casa, mirando hacía ambos lados antes de encontrarse con una visita inesperada, en este caso, su madre. Sabía que iba a tardar mucho en llegar, se había reunido con ex compañeras de clase, así que su huída podría ser de un largo periodo. Avanzó por la calle con pasos ligeros, música a todo volumen en sus casos, mirada en suelo y aún derramando lágrimas causadas por tales horrendas palabras. Luego siguió calle abajo, topándose con una cuesta hacia abajo. Pasando por un pequeño quiosco, otro gran lujoso edificio muy parecido al de su vivienda, hasta llegar al semáforo dejando a sus espaldas Lefties. Impaciente, por qué aún seguía el muñeco el rojo, echó una carrera hasta la otra cera y siguió su trayecto haciendo paso al abandonado casco antiguo de la ciudad.  

Dejando tras de sí la puerta entre abierta, dejó con torpeza las llaves en el recibidor, al borde de precipitarse al suelo. Su mujer, sabía que ya había llegado, empezó a sentir un amargo sabor de boca, como ocurría todos los días. Dejó lo que estaba haciendo para ir hasta el, sus pasos no eran bien definidos a causa del temblor de sus extremidades inferiores. Su respiración empezó a acelerarse, poniéndose aún más nerviosa. Lo vio intentándose mantener de pie, con las únicas fuerzas que le quedaban. Poco a poco, se encaró hacia el espejo, donde podía ver su reflejo de un hombre borracho.
Isabel avanzaba hacia él, con la idea de tumbarlo en el sofá, esperando que en el trayecto no lo hiciera en el suelo. 

-          ¡Mira cariño! Este que tengo aquí enfrente es… es igualito a mí ¿verdad? –decía con las pocas palabras que le quedaban.
-          Si David, incluso se podría decir que sois parientes –decía Isabel, intentando seguir al juego que quisiera que estuviese jugando. 

Cada día perdía más la cabeza. Isabel había aprendido a no ponerse en contra de él, solo causaba un estallo de furia por parte de David, el padre de Alexander.
Había aprendido a convivir con un hombre adicto al alcohol y las drogas, desgraciadamente.

-          Venga, vamos al salón a descansar –decía mientras pasaba su brazo por sus hombros.

Desde esa distancia podía oler toda la bebida que se había engullido. Era demasiado fuerte, Isabel tenía que aguantar la respiración para no contaminarse ella también.

-          No… al salón… no –balbuceaba el pobre de David.

Vestía con unos pantalones vaqueros, con el cinturón medio desabrochado. Una camisa a cuadros descolocada y una barba de unos tres días. Podía ver sus pronunciadas entradas en su cabello canoso y corto, unos ojos medio entrecerrados, ocultando lo único que heredó Alexander del, por suerte, unos ojos azules cristalinos. Aquella sonrisa que un día enamoró a Isabel, ahora la repugnaba. Varios de sus dientes fueron perdidos a causa de su dejadez de limpieza bucal y a la consumición de productos tóxicos, como eran las drogas. El aún era joven para poseer ese rostro tan envejecido y estropeado. Aparentaba unos sesenta años y aún no había cumplido los cuarenta y cinco. Todo aquello que consumía no hacía más que estropearle por fuera y muchísimo más por dentro. 

-          He visto que hoy echaban un partido de fútbol, seguro que no te lo querrás perder.

Como si de un niño se tratase ofreciéndole una golosina, acudió a la trampa. David se balanceaba de un lado a otro del pasillo, sin poder aguantar el equilibro de su propio cuerpo. Isabel era golpeada una y otra vez contra la pared, sin que David pudiera darse cuenta que le hacía daño. Por fin, lo tumbó  en el sofá y cerró del todo sus ojos y cayó en un profundo sueño, un regalo para Isabel, se merecía un buen descanso.
Dejando aparte el tema de su marido, notó como grandes punzadas provenían de sus costillas. Fue al cuarto de baño para examinarse detenidamente su cuerpo, y vio como un tono morado empezaba a producirse a ambos lados, a la altura de sus costillas.
Se abrió la puerta del baño de repente, sabía que David no podría ser, nadie lo lograría despertar y mucho menos él se despertaría solo y hubiese podido llegar hasta allí. Vio el reflejo de su hijo en el espejo donde se estaba observando, por una milésima de segundo pretendió cerrar la puerta de nuevo al ver que estaba ocupado, pero toda su atención fue a parar al pequeño y aliñado cuerpo de su madre.

-          ¿Qué coño es eso? –gritó Alexander, haciéndose una idea de cómo pudo haber sucedido.
-          ¡No, no, no! No te pienses lo lógico que te puedes estar imaginando en tu cabeza.
-          Te ha pegado ¿verdad? ¡Joder, me cago en la hostia! ¿Cómo ha sido capaz? Me voy a cagar en todos sus…
-          ¡Alexander, no me ha pegado tu padre! Yo solo intentaba llevarlo al salón y tumbarlo y el mientras se balanceaba sobre mí, no pudiendo darse cuenta por su borrachera que me golpeaba sobre la pared –decía Isabel interrumpiéndolo.
-          ¡Solo lo estás protegiendo! Dime la verdad, se empieza bebiendo y consumiendo drogas y perfectamente poder pegar a su mujer –decía furiosamente, apretando los puños de rabia y respirando entrecortadamente.
-          ¡Cállate! –decía su madre cogiéndolo con ambas manos y presionándolo a mirarla a los ojos- No ha sido así como tú dices, el solo accidentalmente se golpeaba contra mi haciendo chocar mi cuerpo con la pared, a causa de eso, me han salido estos feos moratones –intentando sonreír para su hijo.
-          ¿De verdad? –preguntó Alexander, convencido de sus sinceras palabras de su madre.
-          Si, de verdad.
-          Igualmente, la única paliza que sea recibida en esta casa, será para él y para nadie más.

Se había adentrado de los oscuros callejones de la céntrica ciudad donde vivía. Las casi abandonas casas tenía cierto aire perturbador. Eran silenciosas, hechas añicos y viejas. Muchos pequeños locales comerciales habían sido cerrados, los carteles decoraban los escaparates escritos en ellos la venda o el alquiler de dichos establecimientos. Ya se podía apreciar la oscura noche acechando la ciudad y eso hacía que el lugar fuese aún más misterioso. Pocos coches circulaban por el lugar, así que podía andar perfectamente por el medio de la calle. Sabía que allí podía despejar su mente, envolviéndola de sueños. Continuaba su camino, cuesta arriba. No sabía donde se dirigía, sus pies la guiaban. Canturreaba el estribillo de una canción que esa misma mañana interrumpió con el botón del off. Pero adoraba esa canción “No quiero vivir, no quiero respirar a menos que te sienta a mi lado. Tú tomas el dolor que siento. Despertar contigo nunca se sintió tan real. No quiero dormir, no quiero soñar por qué mis sueños no se conforman de la manera que me haces sentir. Despertar contigo nunca se sintió tan real.”
Cantaba para sus adentros canción tras canción, dejando de lado el tiempo transcurriendo. Andaba de un sitio hacia otro, sin que nadie se topase en su camino. Soledad, eso era lo único que necesitaba. Pero pensó en unos instantes que había tomado ese paseo para airearse pero también para dejar unas pautas bien claras. No tenía del todo claro como hacía que Alexander rondase por su cabeza a todas horas. Lo redujo todo a la venganza planeada hacia Eva, por qué no encontró otra lógica explicación. Cuando todo esto hubiese pasado, el sería un recuerdo olvidado, nada más. Intentaba creerse sus propias palabras, pero Amelia no estaba del todo segura que fuesen ciertas. Se le había metido por los ojos, así de simple. No podía negar que él era extremadamente seductor. Se sentía muy atraída por su físico, como podía esperar de cualquier chica con un buen gusto para los hombres. ¿A caso eso significaba que le gustaba, por decir que era el hombre más espectacular que había en toda la faz de la tierra? Pues no… o sí.
Empezó a salir de aquellos callejones hasta salir a calles más pobladas. Luminosas farolas alumbraban aquellas olvidados sitios que años atrás fueron el corazón de la ciudad. Bajando por la calle hasta llegar a la plaza España. Por la cera donde estaba el ayuntamiento, observó el reloj del Campanar, que eran las once de la noche.
Abrió los ojos lo máximo posible visualizando las manecillas del aquel reloj arriba de la torre de la iglesia. No podía ser posible. Habían pasado aquellas tres horas y media volando, era el efecto que causaba sobre Amelia la música. Olvidaba como transcurría el tiempo tan rápidamente. Se apresuró rápidamente a llegar a su casa. Dejó a sus espaldas la plaza y se dispuso a cruzar el puente de San Jorge. Pocos coches transitaban a aquellas horas, reinaba el silencio en la noche. A medida que sus pies daban cada vez largas zancadas, su pulso se aceleraba desorbitadamente. En casa estaría hecha una furia, si se hubieran percatado de su ausencia, claro. Y encima no llevaba el móvil encima, tampoco quería ser localizada en cuanto se fue de casa.
Ya pasado el puente, a la altura ya del hotel Reconquista, decidió mirar hacia delante, lograba avanzar más rápidamente. En la acera de enfrente Amelia se percató que había una persona. La observó unos instantes. La pudo reconocer por su media melena rubia, sus andares tan peculiares y su forma de vestir tan alternativo. Era Elena sin duda. Pero ¿qué hacía a esas horas tan lejos de su casa y tan tarde?

-          ¿Elena? –preguntó Amelia.

Ella no se volteó, siguió su camino, el contrario al de ella.
Pero Amelia estaba segura que era su mejor amiga, así que se dispuso a ir hacia a ella.
No paraba de preguntarse una y otra vez. ¿Dónde se dirigía? Tenía que saberlo.

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