viernes, 17 de diciembre de 2010

Capítulo 11


Como cada noche, Raúl se encontraba en la entrada, justo al lado de la puerta, como cabe esperar de cualquier portero. Era alto, aproximadamente casi dos metros, musculoso, pálido, con una barba de unos tres días. Vestía con unos vaqueros oscuros, camiseta negra con un logo en inglés, que no lograba traducir Alexander, porque era totalmente un analfabeto del idioma. Llevaba encima una chaqueta, era una noche fría, era extraño, estaba empezando el otoño.  Alexander llevaba las manos en los bolsillos, con la mirada agachada al suelo. 

-        ¿Qué pasa tío? –le saludó Raúl.

El lo miró, tenía en su rostro una acogedora sonrisa ¿Cómo podía ser feliz sabiendo lo que ocurría allí dentro? Alexander le hizo un gesto en la cabeza, saludándole también.

-          Buenas –dijo él.

Raúl le abrió la puerta, una oleada de humo de cigarrillo y olor a alcohol lo inundaron por completo.
El lugar estaba abarrotado, costaba deslizarse entre la gente. Jóvenes, no tan jóvenes y mayores ocupaban cualquier rincón. Empezaba a ser asfixiante, hasta que logró pasar por el mar de esa muchedumbre, y llamó a una de las puertas situadas al final del local.

-          Soy Alexander –dijo tras llamar a la puerta.
-          ¡Pasa, pasa! –dijo la voz que provenía de dentro.

Abrió la puerta, el hombre estaba sentado en su silla de despacho, detrás del escritorio. Sus labios sujetaban un puro, ya por la mitad. La copa reposaba en la mesa, apunto de darle otro sorbo y terminársela por completo. Hojeaba unos folios muy atento. Al verlo entrar, sonrió las dejó a un lado, uniéndolas a otro montón de folios que a Alexander le parecieron exactamente iguales con todos esos garabatos negros que indicaban factores económicos y sobre los que entendía aún menos de que inglés. 

-          ¿Sabes qué? El negocio va mejor que nunca.

Él sonrió también, con una de sus mejores sonrisas falsas. Para nada se iba a alegrar, ni mucho menos. No tenía otro remedio que ser su perrito faldero.

-          Fantástico –dijo mientras se sentaba en unas sillas situadas detrás de la mesa.

Estaban en un lujoso despacho que contaba con un enorme escritorio de hierro negro, sobre el que a parte de una montaña de folios había un ordenador, un par de sillones de piel negra encarados a una televisión de plasma y unos archivadores de aspecto basto. Las paredes estaban pitadas de un rojo no muy fuerte, en sus paredes colgaban cuadros abstractos con colores vivos. Una tenue luz iluminaba la habitación.

-          Alex, está noche recibiremos nueva mercancía y pasado mañana también.
-          De acuerdo –dijo lo más sobrio posible- ¿A que hora vendrá hoy?

Ese era uno de los momentos más duros que tenía que soportar. Igualmente, tenía que hacerlo si no quería que las cosas se pusieran feas. Esa noche, sería una de las más cargantes de su vida. Primero, lo del vestido, luego el inesperado acto de Eva, el percance con su hermana Amelia, la continuadas discusiones nocturnas con su madre y ahora el recibimiento de la mercancía, como lo llamaba su jefe. ¿Qué más? Se preguntó para sus adentros Alexander.
Pablo, así es como se llamaba su jefe, se levantó de su sillón a juego con las dos butacas y apagó lo que le quedaba del puro en el cenicero. Su rostro emitía felicidad, las cuentas cuadraban y supongamos que serían muy elevadas.

-          Sobre las dos –le contestó.

Alexander miró el reloj de su muñeca, eran la una y cuarto. Pablo y Alexander salieron hacía fuera, dos compañeros más les esperaban en la puerta. Eran David y Sergio.
El ambiente era cargado, dentro hacía muchísima calor. Alexander contemplaba miradas sedientas por las bailarinas subidas a tarimas de escasos metros cuadrados. Exuberantes, llevaban puesta ropa milimetrada para esconder lo mínimo posible. Cuerpos elásticos, subían y bajaban haciendo piruetas sensuales por la barra central de su tarima. Todas ellas, llevaban en sus braguitas billetes de todas las cantidades, dependía si el cliente era agradecido o no. Algunas incluso, ya no llevaban la parte de arriba de su vestuario. Muchos las manoseaban, y ellas, incapaces de detenerlos. Como siempre decía Pablo “El cliente siempre tiene la razón”, y no tenían otro remedio que continuar siendo explotadas como cada noche de sus vidas.
Alexander se digirió a la barra y pidió su bebida favorita. Se la bebió de dos tragos, esperando así, que la noche pasase más tranquila y no como había sido hasta ahora. Olvidando cada sentimiento de rabia, impotencia y desesperación para así poder eliminarlos de su corazón al menos un par de horas. Tenía que conseguir ser el Alexander sobrio, solitario, independiente y falto de sentimientos que había sido desde siempre, nada tendría que poder parar eso, por el momento, no se podía demorar.


Notó el suave contacto en una piel lisa, se giró para saber su identidad. Era Ivetta, llevaba puesto un sugerente conjunto rojo chillón que dejaba casi a la vista cada una de sus partes más íntimas. El la recorrió con la mirada en un instante.
Ella le cogió de las manos, atrayéndole hacía ella, Alexander la paró.

-        Ivetta, no sé si esta noche podré… -mirando su reloj, aún eran ni la una y media.
-        Alexander, no me digas eso, estas noches pasadas no son lo mismo sin ti –le dijo ella poniéndole morritos y cara de lástima. Su larga melena pelirroja le caía en ondas hasta debajo del pecho, haciendo conjunto con las mil y una pecas que formaban sus pómulos y nariz.

Le daba tiempo, así que aceptó a ir con ella antes de recibir “la mercancía”. Dios, odiaba llamarlo así.

Domingo, uno de noviembre del 2009. Como no podría ser un domingo cualquiera, quizás para dormir hasta el medio día, estar tirada en el sofá sin hacer nada, pasar el día con la familia, hacer visitas a familiares que hace tiempo que no has visto, estar incontables horas en el ordenador, escuchar música hasta reventarte los oídos, cualquier actividad anterior dicha, puede formar perfectamente un domingo como lo es otro. Pero ese domingo tan típico no lo sería para la familia Corvari.
Después de estar tiempo indefinido tirada en el suelo de su aseo, Eva remontó, se desmaquillo y se fue a dormir pensando en el plan que iba a llevar a cabo al día siguiente.
Los primeros rallos de la mañana atravesaron por la ventana, iluminando por completo el rostro de Eva, notó como el calor del sol la iban despertando poco a poco. Al fin, abrió los ojos y una sonrisa maléfica se dibujó en su rostro de una niña angelical de quince años.
Se dirigió a la cocina, donde sus padres desayunaban en la mesa. Ella se sirvió un par de tostadas con aceite, una pieza de fruta y un zumo de naranja.

-        ¿Qué tal la noche hija? –preguntó Javier, su padre.

Empezaba lo bueno.

-          Empezó fantástica, pero el final es más bien trágico –dijo, preparándose para humedecerse los ojos, una tarea nada costosa para ella.
-          ¿Qué paso? –preguntó su madre preocupándose.

Lo tenía tan bien preparado, que su versión sería la más creyente. Sus ojos tenía un tenue brillo, las lágrimas empezaban a acumularse.

-          ¿No os lo ha contado vuestra hija Amelia?
-          Ella aún no se ha levantado –le contestó Javier.
-          Ni lo hará, no tendrá la suficiente valentía –dos lágrimas rondaron por sus mejillas.
-          ¡Hija! Pero ¿por qué lloras? –dijo Ana levantándose de su silla para ir a su lado.

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