martes, 23 de noviembre de 2010

Capítulo 10

Las ruedas se deslizaron por el asfalto velozmente causando un gran estruendo. La velocidad era un buen remedio para ahogar los pensamientos. Cada vez le daba más al acelerador, sobrepasando los límites legales. Le daba igual, necesitaba alejarse por un momento de la realidad. La moto corría veloz por las calles de la ciudad. Seguía corriendo a través de la oscuridad, pequeñas farolas iluminan su camino. Aire frío rozaba su rostro actuando como mil agujas estrellándose contra él, mientras iba esquivando coches que se interponían en su camino. Él los esquivaba rápido y fugaz como un rayo. Su corazón iba a mil pulsaciones por segundo a causa de la adrenalina del momento. Sin darse cuenta, iba a casi doscientos kilómetros por hora. Casi había llegado a su destino, empezó a frenar, escuchó cómo las ruedas se quemaban con el contacto bestial del asfalto. Las revoluciones empezaban a descender y el asfalto situado enfrente de su destino estaba marcado por las huellas inconfundibles de las ruedas de su moto. En ese momento se dio cuenta de todo, había perdido el control de la situación. Apagó el motor y cogió de la parte trasera de la moto el casco que le había dejado a Eva. Buscó en su bolsillo del vaquero las llaves de su casa. Por fin, las encontró y abrió el portal que conducía a su vivienda.
Sabía que necesitaba ese descontrol por un par de minutos, para estar alejado de todo, aunque dentro de unos instantes, tenía que volver donde debía, a un lugar indeseable para cualquier ser humano, como lo llamaba él, su vida.
Abrió con sigilo la puerta de entrada a su casa, estaba todo oscuro, pero veía que al fondo del pasillo a la izquierda, había una luz que provenía del salón. Alexander bufó, dejando las llaves en el recibidor. Se dirigió a su habitación, hubiese querido evitar cualquier encuentro con su madre, pero parecía un reto imposible, tenía que pasar por narices delante de donde se encontraba ella. Pasó veloz, con la mirada fija en sus pasos, evitando a toda costa los ojos entristecidos de su madre, le arañaba el corazón de sólo visualizarlos en su mente.

-          ¡Hijo! –dijo su madre viéndolo atravesar por la puerta.

Él no respondió, sino que se dirigió a su habitación. Dejó el casco de la moto y su chaqueta encima de su cama. Miró la pantalla de su móvil y agradeció que aún no tuviese ninguna llamada, tampoco debería recibir alguna, era pronto, las doce y media. Notó la presencia de alguien detrás de él, era su madre apoyada contra el marco de la puerta. Él se giró para despacharla de su habitación, pero le pareció demasiado brusco y se lo reservó para más tarde. Esperó a que ella dijese algo.

-          ¿Qué tal la noche? Qué pronto has venido hoy ¿no? –quiere saber su madre, Isabel.
-          No he vuelto para quedarme, me voy ahora –le aclara Alexander.
-          Ah… yo creía que ya terminaste. Me gustaría hablar contigo.
-          ¿De qué mamá? No tengo tiempo, tú ya lo sabes–dijo con resquemor él.

Por un instante, la miró a los ojos. Ahí estaba, vestida con un camisón y encima una bata de color rosa. Llevaba su oscuro pelo envuelto en una pinza, el flequillo descolocado y las gafas de leer puestas. Sus facciones reflejaban un duro día, las arrugas en su rostro eran más abundantes a causa del dolor y de horas llorando desconsoladamente. Se fijo expresamente en sus ojos, aún rojizos de haber llorado hace poco. Otro arañazo en su corazón. Se sentía un completo masoquista, como si le gustase el placer del dolor.

-          Ya…ya no me cuentas nada. Sobre ti, digo.
-          Por supuesto, sobre mi tiene que ser. Por qué no te gustaría saber lo otro ¿verdad? Es demasiado duro escucharlo ¿a que sí?
-          ¿No podemos tener una charla normal y corriente sin llegar a ese tema, justamente? –dice dolida, a punto de que le brotasen lágrimas por sus ojos.
-          ¡No, por supuesto que no! Porque todo esto es por culpa del marido que tienes, por él tú sufres así y yo tengo que conseguir lo que él no puede por sus propios medios ¡Mamá joder, no llores otra vez! –dijo contemplándola llorando, una imagen que hacía que su corazón se convirtiese en un puño, duro y rabioso.

Ella no podía parar sus sollozos, Alexander estaba de pie delante de ella, sin saber qué hacer ni que decir. Sabía que le dolía que se lo recordasen, pero tenía que darle a entender cómo era realmente su padre. Ella abrazó a su hijo, empapándole toda la camisa. Su cuerpo se encontraba rígido, sin emitir ninguna emoción ni sentimiento.

-          Mamá… basta ya, así no vas a solucionar nada –dijo susurrándole al oído.

Alexander le pasó un brazo por su cintura, recostándola sobre su pecho. Sentía el frenético bombeo de su corazón, tan cerca de ella que podía transmitirle su dolor.

-          Sí, es verdad. Ya no lloro más –dijo ella, apartándose de Alexander, limpiándose las lágrimas de su rostro- Por cierto si no vienes de allí ¿de dónde vienes?
-          De una fiesta llena de críos malcriados y forrados.
-          ¡Oh! ¿Y eso? ¿Qué pintabas tú allí? –preguntó Isabel.
-          Nada mamá, ojalá no hubiera ido, solo me ha traído más que problemas –dijo recordando aquel sentimiento que nació dentro de él al sentir los gruesos labios de Eva con el contacto de los suyos.
-          Hijo, no te metas en más líos de los que tienes, por favor –le rogó su madre.
-          ¡No me digas! ¿Por qué será que tengo tantos? –dijo irónicamente Alexander.
Ella no respondió nada, se quedó ahí parada, observándole.

Alexander empezó a abrir los cajones de su cómoda, buscando una nueva camiseta que ponerse, ya que la suya estaba empapada de sudor y lágrimas. Cogió la primera que encontró, se quitó la puesta y la renovó por una limpia. Se desabrochó los cordones de sus zapatillas y las cambió por unos zapatos buenos para lucir.

-          ¿Hay algo preparado para cenar? –preguntó Alexander y ella inclinó la cabeza, afirmando.

Javier y Ana, los padres de Eva, no se encontraban aún en casa. Se habían ido a una cena de empresa de él, para recibir un nuevo fichaje en su empresa. Se encontraba sola en casa. Ahora, nada le importaba, ni el vestido que llevaba puesto, ni su manicura tan costosa, ni su melena perfectamente ondulada, ni sus tacones de Prada de más de cuatrocientos euros. Ahora Alexander ocupaba toda su mente. Todo le parecía tan confuso… Por una parte estaba feliz, había sido una de las mejores noches de su vida ¡Había besado a Alexander! Pero por la otra parte se sentía tan…desilusionada a causa del rechazo confuso de él. Empezó a dirigirse a su habitación, subía las escaleras con los tacones en las manos, no aguantaba más encima de esos dos zancos sobre los que resultaba imposible andar. Entró en su habitación, se desabrochó el vestido y lo dejó vagamente encima de la cama. Fue a lavarse la cara, limpiándose el exceso de maquillaje acumulado en su rostro. Se observó en el espejo. Aún mantenía los labios húmedos y rojos. Se los acarició imaginándose de nuevo la escena de aquel beso furtivo. Sin poder evitarlo, empezaron a caer sobre sus pómulos lágrimas acumuladas en sus ojos. Emitía largos sollozos que le desgarraban la garganta. Sus piernas poco a poco, le dejaban de funcionar hasta dejarla en el suelo, apoyada en la pared. Acurrucó sus rodillas contra su cuerpo y allí, tirada en el suelo, se sintió totalmente sola sin él. No había tenido un comportamiento así nunca, verdaderamente, sentía algo muy profundo que no se podía expresar y que nunca hubiese pensado poder sentir.

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